Avalokiteshvara

Y ahí estaba yo, en la casa que me vio crecer. El techo lleno de agujeros por donde el sol entraba como delgados hilos de seda, las paredes tenían el blanco hueso que recuerdo haber visto en la etiqueta de algún galón de pintura mientras ayudaba a mi padre en su labor de colorear las paredes. Una replica muy mal hecha de la Monalisa estaba colgada entre las dos ventanas por donde se veía el cielo cerúleo. Entonces la alfombra calentaba mis pies con cada paso que daba recorriendo ese lugar, que no había cambiado, que era mio, que ya no existe. Mi madre estaba del otro lado de la habitación, preparaba el almuerzo y mi padre salió del baño en pantuflas, shorts y una larga camiseta como siempre, como ya nunca. Y ambos me sonrieron como recuerdo pocas veces que lo hayan hecho y me miraron como si tuviera menos edad de la que aparentaba, quizás todos los padres hacen eso con sus hijos ya que debe ser difícil la idea de ver crecer un pedazo de ti fuera de ti. Y me invitaron a la sala que estaba a unos pasos de la cocina. Aún podía recorrer los cabellos castaños de mi madre sin los surcos blancos que la coronaron la ultima vez que la vi, antes de que las sonrisas y los gestos se secaran de su rostro.

-¿Vendrá Mila?- preguntó mi madre.

Negué con la cabeza.

-Era una buena chica, decidida y frontal, tenía lo que te faltaba.-acotó mi padre.

Hice un gesto opuesto al anterior.

-Las chicas ya mismo llegan, han tenido un retraso en su vuelo.

¿Las chicas? Mis tres hermanas también venían a este lugar. Claro, era mas que natural. Todos pertenecemos a este lugar, así maltrecho y pequeño, uno no siente la mayor libertad que se pueda sentir en los lindes de este lugar. De su hogar. Mientras mi madre servía la comida, fideos verdes con carne asada, mi padre servía el jugo. Yo los miraba, hace tanto tiempo que habré estado entre ellos, hace tanto que no me sentía como un niño, un pequeño indefenso en un mundo frenético. Sé que en algún lugar ellos también se sienten así, él se acurruca en los brazos de una madre que no conoció y ella en los hombros del hombre que la amó hasta el final de sus días. Esos son los amores que se etiquetan como eternos. Entonces la puerta de la casa abrió y de ella mis hermanas emergieron como por arte de magia. Mi flaquita, mi gordilla y mi despistada. Al vernos en la mesa corrieron a abrazarnos sin importar las consecuencias de las cosas que se caían al suelo, levantando el polvo que los delgados hilos de sol permitían descubrir, un par de cubiertos rebotaron y se perdieron de vista. En mis hermanas vi a otros hombres y mujeres acurrucarse en ellas, como mi padre lo hacia en la suya, como mi madre intentaba cuando era mas pequeña.

-¡Qué bueno saber que estás bien,ñaño! -me dijo mi flaca.
-Estábamos preocupadas -añadió mi gordilla.
-Sabíamos que algo te había pasado pero has estado bien -completó mi despistada.

Y era cierto, algo me pasó, como le pasa a la gente, a los pájaros y a los gatos. Algo de lo que no me pude escapar, una de esas reuniones que no se pueden postergar.

-Si, algo me pasó -les contesté- pero ya estoy bien.

Las tenía que abrazar porque el corazón lo pedía y era algo necesario, también porque necesitaba cubrir el rayo sol que salía por el agujero de mi cabeza.

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