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Nada usual pasaba en mi vida hasta que vi a Maryam Anderson. Creo que fue en enero cuando al fin pude descansar de la tediosa atmósfera que la universidad tenía, si, estoy seguro de que fue eso y el cadáver que encontraron en el baño de hombres, el del segundo piso. Casi nunca siento asco por este tipo de cosas, quizás hasta me gustan. Todo esto se debe a la tolerancia que innecesariamente desarrollé en la escuela de medicina. Comer una Big Mac mientras te enseñan anatomía es una manera muy sana de desarrollar tolerancia. Aunque esa tolerancia no la desarrollas totalmente en ese momento, no, no, para poder hacerlo primero tienes que ser muy disciplinado y segundo tienes que aprender a abstraerte de lo que te rodea. Recuerdo que aprendía a abstraerme a los 9 años cuando mis padres peleaban a una pared de distancia de mi. Usaban todo tipo de calificativos y muchas veces las cosas salían volando de un lado para el otro. Hasta este momento no estoy seguro si mi madre tenía mala puntería o mi padre era bueno esquivando los platos, los vasos o los floreros, de lo que doy fe es que nunca se golpearon y a esta edad me doy cuenta que aventarse cosas era su manera de desahogarse con el otro. Cuando ingresé a estudiar medicina los dos ya habían destrozado varios floreros, diferentes juegos de platos, centenares de vasos y estaban divorciados. Yo vivía con mi madre y mi hermana, siempre es bueno irse con el lado materno es mas cálido y exultante, la universidad estaba a 6 minutos en bus y a 15 a pie, siempre disfruté caminar desde casa hasta el salón de clase, era como si estuviera en un gran jardín. Entraba a las 7 de la mañana para salir a las 9 y tenia que subir al segundo piso a las 12 para salir a las 3. No podía trabajar aunque quisiera y leer todos esos libros que tenía que leer mermaban mi vida social. Pero bueno, nunca fui el mejor alumno ni el peor, me mantenía en el limite de lo normal, como una especie de ninja que no quiere ser visto. Mientras tragaba esa Big Mac y el cuerpo inerte era disecado frente a mi, mi mente estaba en la calle Colón, jugaba fútbol con mis primos y vecinos, eso siempre resultaba. Nunca sentí asco frente a cadáveres mutilados, quemados o descompuestos, eran entretenidos su fuerte olor no llegaba a mi cerebro y su grotesco aspecto no me movía ningún pelo. Todo estaba bajo control, todo. Fue entonces en que llegó el grupo 20 a recibir clases, fue cuando fui arrancado de las nubes sobre las que la calle Colón estaban cimentadas. Perdí mi temple, la nariz dejó pasar el formol, mis ojos le dieron forma a lo grotesco y vomité. En ese momento mandé al carajo a Maryam por hacerme perder la serenidad, ella soltó una expresión de asco mientras el resto se cagaba risa.

-Felix, vales verga -me dijo uno de mis compañeros, Ronald, un gordo con el rostro rubicundo y una barba rala- Pensé que aguantarías, como las otras veces.
-Cállate chucha y acompáñame.

Salimos los dos, mi otros dos compañeros, Horacio y Valeria, seguían rojos de la risa. Unos segundos después los vi detrás de nosotros. Fuimos al baño del primer piso pero en el trayecto varias me miraron y copiaron la mueca que Maryam había hecho, otros solo se reían. Ya había visto a Maryam varias veces en la facultad pero mi misantropia me limita a soportar la presencia de este trío de desadaptados que, entre risas e insultos, me acompañaron a limpiar mi rostro. El baño de la planta baja estaba cerrado, tuvimos que seguir mientras mis amigos se mofaban de mi. Los cierres de nuestras maletas eran un tintineo demasiado descuadrado que me irritaba. Subimos al segundo piso, apresurados. Cada risotada de Valeria era debido a las caras de asco que ponían las personas que me veían. Llegué al baño. Limpié todo lo que tenía manchado, que para ese momento estaba seco, con abundante agua y un poco de jabón. Mi mente estaba aún en el momento en el que perdí mi balance. Tenía que saber el motivo, la razón de todo. Una vez que la mancha desapareció parcialmente me dispuse a buscar papel, entré al primer cubículo pero el rollo estaba deshuesado, llegué al segundo y se repitió la historia, abrí el tercero con la esperanza en las manos. Había papel y, al mismo tiempo, el cuerpo del profesor de Embriología, sentado sobre la tapa del retrete, con las piernas estiradas, mirándome con los ojos secos y los labios morados. Todo en orden, todo arreglado como si nada hubiese pasado. Un infarto, un aneurisma o cualquier otra cosa pudo haber causado esa defunción. Nunca pude haber estado mas equivocado, Oficial Medina.  

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