Intento #34

Entonces ella falleció una tarde calurosa de febrero a las cuatro treinta. En sus ojos, por un corto lapso de un minuto, se pudo ver como poco a poco el brillo se iba apagando como faros de un auto que luego de atravesar la neblina dejan de ser útiles. Antes de morir, ella le había pedido que le sacara una pinta de sangre. La brisa cambió a las dos horas, de una brisa caliente y atosigante a una ventisca fresca y húmeda, una brisa que vaticinaba lluvia. A las 7 comenzó a llover torrencialmente, no fue algo paulatino sino de repente, como si la hubiesen encendido con un switch. Volvió a refugiarse entre las cenizas y las delgadas cortinas de humo. Llegó justo antes de que la lluvia empapara todo, llegó con una cajetilla de Marlboro rojo decidido a no dejarse abatir. Pero cómo podría no hacerlo, cómo podría no dejarse trastocar por aquel fallecimiento. De seguro la cajetilla no sería suficiente, quizás tendría que haber hecho algo más radical, ser budista, irse al Tíbet, perderse en ltamar y no regresar jamás. Es que todo la recordaba, aquella peatonal donde compartieron un helado los primeros días de relación, una calle donde gritaron, sin vergüenza alguna, que se amaban, tantos lugares, el teatro, la librería, el cine, aquella discoteca donde habían ido tan solo una vez. Entonces el valor se le hacía pequeño, diminuto. Sentía un vacío en el pecho que lo asfixiaba al punto de marearlo y sofocarlo, entonces pensó, “¡Qué delicia seria morir en este instante donde la vida no es más que un parafraseo mal hecho!” Mientras recogían el cuerpo y firmaba cosas que apenas podía entender sabía que la noche se le haría difícil, que de por si la vida no sería manejable. Y así con la casa quieta todo su esquema mental se perdió. Aquella misma noche tendría que velarla, tendría que verla limitada a una caja de madera, no vería las más extrañas posturas que sus piernas tendrían al momento de sentarse, o de moverse, o de pellizcar. Qué triste. Después el velorio, donde no quiso ver a nadie, no quiso ver la caja, no quiso saludar a nadie, solo fumó. Había luchado tanto con el envejecimiento que tarde o temprano la encontraría. Sus dos hijos habían fallecido y sus nietos no sabían que eran nietos de alguien. Supo entonces, o quizás recordó, que aún quedaba una última luz. Regresó a la solitaria casa donde el confinamiento deliberado fue impuesto con mano dura. Fue sencillo no dormir en lo absoluto, metido en recuerdos logro recobrar uno específico. Hace bastante tiempo ambos habían sido condenados al exilio por la creación de vida artificial. Fue en los antiguos escritos de su amada, esos papeles que comenzaban a caerse en pedazos al toque de su piel, donde encontraría la única respuesta audible.  En el subsuelo de la casa aún existía un cuerpo inerte, no un golem por ser amorfos y toscos, un cuerpo con rasgos de una otrora mujer, la misma mujer a la que ama. No, no estaba deteriorada por el tiempo, estaba intacta. No fue sencillo recordar los encantamientos ni recobrar, por lo menos, 3 de sus huesos. Lo complicado fue su sangre, sino la encontraba tendría miedo de crear un homúnculo. Recordó que debería haber un par de gotas, que era todo lo que necesitaba. A la memoria le vino la pinta de sangre que había guardado. Colocó los huesos, una tibia, un fémur y un esternón, sobre los lugares donde irían y, con un poco de su sangre dibujó un pentagrama de transmutación. Una vez listo, recordó, con menos dificultad, las palabras que usó su esposa al momento de revivirlo a él, de traerlo de vuelta a ese cuerpo inmortal.  La recitó como si estuviera cantando el himno de algún país, con una solemnidad envidiable e iracunda.  Un brillo cegó sus artificiales ojos, el sonido de un trueno dejó sus oídos falsos con un pitido, el olor percibido por su falsa nariz fue de algo quemándose. Luego del estruendo, su esposa comenzó a despertar.

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